Daniel Sánchez Ortega |
Reflexión a modo de haibun
Es el hombre un anhelo perenne en mirada perpleja: hacia arriba, si pretende en verdad lo sublime y excelso; y hacia abajo también cuando quiebra el anhelo. Quien incite a mirar hacia arriba, sólo hacia arriba, garantiza sin duda un tropiezo seguro, la caída al abismo y romperte los huesos, y los dientes del alma contra un suelo tan duro.
Dicen que Dios, al ver el resultado de seis días, huyó despavorido el séptimo para inventar el juego de los dados. Y descansar.
Desde entonces, dos fuerzas tan sólo gobiernan el cosmos: el azar de los dados y las leyes de Newton. En alguna parte de él, marcó la pauta la pedagogía de una vara de mimbre en el cuarto trasero del jumento; la misma que bastó al campesino sin sofismas para entender la mecánica íntima del mundo que nos vive.
La vida –dicen-, es un casual accidente de átomos y universales fuerzas que el azar algún día sorprendió en su posible; y el hombre, en consecuencia, un casual a destiempo en este galimatías de juegos infinitos y tanteos sin programa. Y, sin embargo, la poesía, menos mal, no se aviene a este esquema: lo supera. La poesía es la patología del espíritu que impulsa a la materia con fuerzas contrarias a las leyes de Newton: hacia lo alto imposible y siempre efímero: al sol de Ícaro y al Ventoux de Petrarca, al Carmelo de San Juan de la Cruz y al monte de las Bienaventuranzas, al Tabor de Jesucristo y al Calvario de su gloria y martirio… Un ictu oculi quizás pero sublime, pues tiempo es el suspiro previo al descenso ad inferum de todo lo que existe.
Bienaventurados los capaces de alcanzar las sublimes alturas, porque al resto nos queda el recurso tan sólo del viejo campanario para el canto del mundo, del poniente al levante.
Paseando la vista, simplemente.
Sobre el ombligo
un dios arrepentido
juega a los dados.
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